Un jardín para el arzobispo

“La fastuosa inauguración del Jardín Borda"

Fuente del Jardín Borda (Fotos: Mario Yaír T.S.)

Había cierto interés entre la amistad del empresario y el arzobispo. Don José de la Borda era tan rico que construyó a un costado de su casa un ostentoso templo churrigueresco personal. Por otro lado el arzobispo Núñez de Haro y Peralta provenía de la generación ilustrada europea, maravillada con los aportes científicos de la modernidad. Al ser el religioso más importante del país, Borda lo buscó para poner bajo su mandato el templo de Santa Prisca.

El hijo de Don José de la Borda, Manuel de la Borda y Verdugo, mantuvo distancia de las empresas de su padre y se dedicó a la iglesia y los estudios. Alcanzó el grado de Doctor en Filosofía en 1753, y por ello y otras “múltiples razones” fue asignado por Haro como cura beneficiario de Santa Prisca. Para 1777 Manuel fue asignado a la parroquia de Guadalupe en Cuernavaca. Esta es la historia de cómo los Borda agradecieron a Núñez los favores recibidos.

Con la idea de crear una casa de descanso con majestuosos jardines para su padre, en 1778, Manuel inició la construcción del Jardín Borda detrás de la Parroquia de Guadalupe. Sin embargo a unos días de iniciado el proyecto, el 30 de mayo de 1778, Don José de la Borda pasaba a mejor vida. Manuel heredó parte de la fortuna y no queriendo dejar inconclusa la obra, buscó terminarla, pero esta vez para gusto personal y para satisfacción del arzobispo; pues si algo compartían Núñez y Manuel, era la pasión por la botánica.

Manuel creó un fastuoso jardín botánico con todo tipo de plantas y especies exóticas de la región. Las formas caprichosas de los árboles y las flores olorosas eran un deleite para los ilustrados. Lo dotó con un lago artificial y una majestuosa fuente al centro. En aquel tiempo los árboles crecían jovencitos y las plantas se encontraban en el más perfecto orden imaginado, tal cual y como ocurría en las cortes europeas. Terminado el jardín, se envió una invitación al arzobispo para inaugurar la obra, pero en un horario inusual. La ceremonia tendría lugar al caer el sol.

Jardín Borda en Cuernavaca

Aquella noche de 1783, Núñez llegó puntual al jardín. Las puertas se abrieron y señalaron al carruaje el camino que debía seguir hasta la fuente central. Curioso, por más que Núñez se asomaba a los cristales, veía una vegetación espesa pero rodeada de una profunda obscuridad. Solo al final del camino se alcanzaba a ver una lucecita que iluminaba a los huéspedes. Era un sirviente de Manuel con una antorcha en la mano y Manuel mismo que lo esperaba con los brazos abiertos.

Extrañado por la situación, una vez bajado del carruaje, Núñez preguntó porqué tan lúgubre obscuridad y acto seguido lanzando una enorme sonrisa, Manuel pidió la antorcha. Se acercó a un espacio en el centro del pasillo donde había colocada una mecha y la encendió. Enseguida, la mecha iluminó destellando algo nunca antes visto. Era una reacción en cadena donde pasillo tras pasillo se iluminaba el jardín completo con antorchas hasta el lago artificial. Castillos en las fuentes, rosas en el cielo, chispas en todos los pasillos de los más variados colores. Los invitados rodeados por la obscuridad se iluminaban poco a poco, no por los destellos, sino de ver aquellas fastuosas luces.

La reacción en cadena seguida con avidez por los invitados culminó en el lago artificial de donde se desprendió un espectáculo de fuegos artificiales. Un enorme cohete multicolor anunció el fin del entretenimiento y el inicio del festín. Tan glorioso evento sacó mil y un preguntas de Núñez a su anfitrión. Resulta que gustó tanto el jardín a Núñez que cuando llegó a ser virrey, ordenó la construcción de un Jardín Botánico en el Palacio Virreinal. Solo que este caso Núñez quería que fuese un espacio público, de tal modo que todos pudiesen sentir lo mismo que el vio aquella noche.

Lago artificial del Jardín Borda

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