El último sueño del porfiriato
“Así llegó el orden y el progreso a
la ciudad blanca”
El general Francisco Cantón se mece
lentamente en la silla de su terraza. Está visiblemente demacrado, el cabello
alborotado, la camisa ya le queda grande y los últimos 3 años ha adelgazado
mucho. Ya no es lo que era antes. No solo él, sino nada. Antes, todo lo que tenía a la vista eran terrenos baldíos de selva espesa. El quiso volverlos provechosas haciendas, grandes mansiones y ejemplos de modernidad, pero ahora... ahora no comprende los nuevos rumbos. Está atrapado en la nostalgia que lo consume.
La fama del general Cantón inició en
la Guerra de Reforma. Apenas el emperador Maximiliano puso un pie en México,
Cantón, apoyado en el gobernador de Yucatán, Felipe Navarrete, habían combatido
contra los liberales en Campeche. Para él, el único que podía poner orden en el inestable país era un emperador con educación extranjera. Pero el gusto le duró poco pues el 4 de junio
de 1867 fue derrotado en su propia ciudad de Mérida y exiliado a La Habana.
Cantón recordaba todo aquello sentado viendo al horizonte y reconociendo el sitio en la
plaza donde fue capturado.
Dos veces lo capturaron. La segunda
fue cuando el gobernador Manuel Peraza cayó gravemente enfermo en 1869. Esa vez Cantón aprovechó para volver al país y derrocarlo autonombrándose gobernador
de Yucatán. La gente lo apoyó porque Peraza no era más que un conservador
disfrazado de republicano, un tipo dos caras, por eso la muerte le sentó bien.
Pero el gobierno
liberal no le perdonó al nuevo gobernador Cantón el apoyo a los conservadores durante La Reforma por eso
lo enviaron enjuiciar para enfrentar la pena de muerte por su alta traición. Peraza quería acceder al poder para llevar el sueño moderno que Juárez cumplía en la capital.
En Mérida lo conocían como “el héroe
de mil batallas perdidas”. No había tenido grandes proezas militares ni victorias
esplendorosas, pero si contaba con la suerte política de su lado. Por eso
cuando sus cercanos lo apoyaron para ser enjuiciado por un Consejo de Guerra,
este lo absolvió y Cantón volvió a la ciudad blanca. Desde ahí supo cambiar de
bando astutamente y apenas Porfirio Díaz se levantó en armas contra Lerdo de
Tejada, Cantón se incorporó a él y el 15 de enero de 1877 Díaz lo ascendió a
brigadier y entró como diputado al Congreso.
Quien lo viera antes galante
empuñando sable en mano dirigiendo tropas y ahora frágil en una mecedora que
apenas puede mover. No, ya no era el mismo. De pronto una suave brizna de
lluvia cayó sobre la ciudad, esas lluvias eran refrescantes por aquellos sitios
calurosos. Cantón no se movió, se entregó a la lluvia que le tocó el rostro y
le enjuagó sus barbas.
Si los mayas lo hubieran visto
entonces, hubieran acabado con él sin dudar. Desde niño Cantón decía que
pondría fin a la Guerra de Castas, por eso apenas
fue apoyado por Díaz para convertirse en gobernador, gastó cantidades groseras
de dinero para arrasar con los indios. Pasó 20 años construyendo una línea de
ferrocarriles de Mérida a Valladolid para hacer crecer a su estado y cuando
acabó con la guerra, recibió un puñal en la espalda pues desde México
llegó la orden de dividir su estado creando Campeche y Quintana Roo.
Ahora el tren beneficiaba a otros y peor aún, los indios que había
combatido, lo aprovechaban para la revolución. Cantón estuvo ahí con Porfirio Díaz en 1910 cuando
el mundo que ayudó a construir se desmoronaba. Lo vio partir en la capital pero no lo acompañó más allá. Las grandes haciendas del
henequén hacían fortunas gracias a la Gran Guerra en Europa, pero la revolución
amenazaba los intereses de todos. Aquella lluvia en la cara le sirvió de
arrullo y calma a aquellos momentos tumultuosos en su mansión del Paseo Montejo. Aquella era una calzada a semejanza del ideal europeo en donde vivía lo más selecto de la ciudad.
- Señor – decía una criada - ¿Quiere
que lo ayude a entrar? ¡Puede enfermarse y está haciendo frío!
Cantón despertó del sueño del
progreso y con los lejanos relámpagos en la selva, se despidió de su ciudad
blanca. Jamás volvió a salir a aquel balcón pues esa noche las fiebres lo
aquejaron. El 30 de enero de 1917 el general Francisco Cantón Rosado murió en
un cuarto de su lujosa residencia. Exactamente un día después, en Querétaro, se declaraban por
concluidos los debates constituyentes quedando redactada por completo la
Constitución para su pronta promulgación. Cantón fue el último de los porfirianos que murió con los sueños del progreso del siglo
XIX y Mérida la última de las fortalezas de la fantasía europea de la que México
despertó.
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