El regalo mexicano
“El día que la ciencia descubrió al ajolote”
Auguste
Duméril y Élie-Fredéric Forey eran grandes amigos, lo mismo compartían
comidas que anécdotas de sus labores. Forey era un reconocido militar
francés y Dúmeril profesor de herpetología en el Museo de Historia
Natural de Paris.
Al paso del tiempo los amigos se separaron a causa de la guerra. Forey fue comisionado para recuperar Puebla luego de la derrota del 5 de mayo. Dicho y hecho, el héroe de la Guerra de Crimea no solo ganó Puebla sino que tomó la Ciudad de México para abrirle las puertas al futuro emperador.
Al paso del tiempo los amigos se separaron a causa de la guerra. Forey fue comisionado para recuperar Puebla luego de la derrota del 5 de mayo. Dicho y hecho, el héroe de la Guerra de Crimea no solo ganó Puebla sino que tomó la Ciudad de México para abrirle las puertas al futuro emperador.
Justo aquí se abre el
paréntesis de esta historia. A la espera de la llegada de Maximiliano I,
Forey decidió hacer un regalo a su viejo amigo; así que ordenó a sus
hombres ir a Xochimilco y cazar 34 ajolotes para enviarlos a Paris. El
viaje se convirtió en una odisea digna de una novela, desde Xochimilco
hasta Paris, solo 5 llegaron vivos. El destino quiso que entre ellos
sobreviviera una hembra.
Aquel animalito ya era conocido por
Duméril pero deseaba estudiarlo más a fondo para clasificarlo como una
nueva especie. Sin embargo al ver al curioso bichito, las familias
aristócratas europeas comenzaron a pedirle crías para sus estanques pues
los peces habían pasado de moda y el ajolotito les recordaba a los
dragones de las leyendas europeas. Duméril comenzó a criarlos en peceras
donde les permitía salir del agua, pero al cabo de un tiempo un
descubrimiento lo abrumó.
La tercera generación de ajolotes acostumbrados a salir a tierra había perdido sus branquias, pliegues y formas. El ajolote no era un animal nuevo, ¡era una larva de salamandra! Un animalito que había decidido vivir en eterna juventud en el fondo de los canales de Xochimilco.
La tercera generación de ajolotes acostumbrados a salir a tierra había perdido sus branquias, pliegues y formas. El ajolote no era un animal nuevo, ¡era una larva de salamandra! Un animalito que había decidido vivir en eterna juventud en el fondo de los canales de Xochimilco.
El descubrimiento solo logró que para
1872 el ajolote estuviera en los laboratorios del mundo. Las listas de
Duméril revelan ejemplares que regaló a Bavaria, Holanda, Prusia,
Suecia, Rusia o Inglaterra. De moda en los estanques y perfecto para
experimentos. Un éxito en Europa que solo el tiempo pudo apagar.
Pero
mientras los científicos europeos se fascinaban con el animalito, en
México la ciencia aun quedaba lejos tras el triunfo de la Reforma. Y
en el positivismo el ajolote tampoco fue primordial; la necesidad de creer en Europa como el foco de la civilización, orillaba a los científicos a despreciar lo nacional. La ciencia solo la podían crear los europeos. Desecar los ríos y
los lagos de la ciudad en la modernidad del siglo XX solo provocaron su muerte y cuando finalmente se
recordó su existencia en los 70 ya era muy tarde, estaban al borde de
la extinción.
En “La jaula de la melancolía” de 1987, Roger Bartra compara a la sociedad mexicana con el animalito. ¿No es acaso una característica del mexicano? ¿Para qué salir del estanque si aquí todos vamos bien y estamos normal? Somos la salamandra larvaria que nunca quiso madurar.
En “La jaula de la melancolía” de 1987, Roger Bartra compara a la sociedad mexicana con el animalito. ¿No es acaso una característica del mexicano? ¿Para qué salir del estanque si aquí todos vamos bien y estamos normal? Somos la salamandra larvaria que nunca quiso madurar.
Comentarios
Publicar un comentario