Una sombra en el silencio

“Así era el duro oficio de ser monja”
 
Coro alto de Nuestra Señora de la Enseñanza (Fotos: Mario Yaír T.S.)

¿Tener una mujer como hija? No todo está perdido. En el México barroco las mujeres solo sirven para el matrimonio; y si no hallan buen partido entre los caballeros siempre puede casarse con Dios. Ingresar una hija al convento cambia la vida de una familia pues provee de mayor oportunidad de salvación para todos sus integrantes. El costo solamente es una buena dote dependiendo de la congregación y el sacrificio de una vida. Esta es la vida de una monja en un convento virreinal:

Al terminar el noviciado y entrar como monja, las adolescentes celebran su Matrimonio Místico. En el soto coro de las iglesias eran vestidas con enormes coronas de flores y elementos religiosos. Solo los pudientes podían retratar a sus hijas para conservar el “bello recuerdo” a modo de demostrar ante la sociedad que, tenemos una monja en la familia. Ellas debían recostarse sobre una tabla fingiendo su muerte y mientras tanto, familia y amigos la veían desde las rejas por última vez. Cuando las cortinas se cerraban, jamás la volvían a ver. Las rejas del alto coro eran su única ventana al mundo que las ocultaba de la impura sociedad.
 
Corona de cobre y plata del Convento de la Encarnación

Domesticar al cuerpo es la idea que San Ignacio de Loyola y Teresa de Jesús aconsejaron para la vida conventual. Así nacieron los votos. Dependen de cada congregación: jamás volver a hablar si no es para hacer un rezo, voto de obediencia (donde debían respetar ciegamente a la abadesa y al prelado) o permanecer descalza por el resto de la vida. Mientras más sufra una monja, más cerca está de experimentar el sufrimiento de Cristo, y por lo tanto de agradarle.

Formas de alcanzar el sufrimiento hay muchas: dormir sobre una tabla sin más cobija que el hábito; ayunar cuanto tiempo sea posible al grado de desfallecer o tener visiones místicas; comer los alimentos descompuestos; lacerarse la piel con cilicios, ya sea golpeándose la espalda o amarrándolos a piernas y brazos diariamente; y hay quienes se impregnan sellos religiosos con hierro ardiente en la piel para demostrar su fe.

La clarisa Josepha de la Concepción cuenta que “me clavaba alfileres en la boca […] despedazaba mi carne con cadenas de hierro, haciame azotar por las manos de una criada […] tenía por alivio las ortigas y cilicios; hería mi rostro con bofetadas […] yo conocía que el altísimo y limpísimo Dios quería así humillar mi soberbia, y que me aborreciera a mí misma, como a un costal de estiércol”. Conocida es la historia donde dominada por el mundo conventual, Sor Juana Inés escribe su último texto, la protesta de fe, con su propia sangre: “Yo, la peor del mundo”.
 
Cama con cilicios en el Convento de Santa Mónica

Celdas, pasillos, confesionarios y capillas se lavan a diario; no por higiene sino para agradar a Dios. Todas las congregaciones deben evitar el orgullo y la vanidad, propias (decían) de las hembras. Por eso el cabello debe de ser corto y nunca deben tocarse el cuerpo de ninguna manera. El baño está prohibido a menos que sea por recomendación médica para aliviar alguna enfermedad, dado por las manos de las esclavas y con supervisión de la abadesa o del doctor. Las dominicas lo tenían prohibido, las agustinas solo podían lavarse el cabello 7 veces al año.

Las monjas prefieren no bañarse porque la enfermedad es un regalo, una prueba de Dios. Difícilmente recurrían al médico, lo primero es consultar al confesor. La Jerónima, Magdalena de Lorravaquio se le aplicó a los 15 años un botón de fuego en la garganta para aliviar una infección. Desde entonces sufrió temblores que la postraron en cama por 44 años. Al final la monja es enterrada en silencio dentro de los coros con las mismas coronas que usaron al entrar. Lorravaquio murió postrada en cama, enferma, lacerada, teniendo visiones y confesando sus “grandes deseos de amar a Dios [...] Deseo unirme muy de veras con Dios”.
 
Tina en el Convento de San Jerónimo

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