La última fiesta
Dicen que la muerte anda tras mis huesos
Si es así la espero pa’ darle sus besos…
Si es así la espero pa’ darle sus besos…
Es
el primer aniversario del periódico “La Jornada” y en vez de festejar
el grito del ratón Miguelito de la Madrid, hicieron una pachanga en el
Salón Margo de la Narvarte. Al escenario aparece el grupo Qual, formado
hacía dos años, en 1983. Ahí estaban Fausto Arrellín, Francisco Acevedo y
Adrián Gazca, pero la estrella que algunos de los periodistas estaban a
punto de conocer, era el greñudo de la guitarra.
En los tiempos del Foro Tlalpan, era rarísimo que los rocanroleros hablaran tan bien de otros, por eso a ese había que conocerlo. Porque todos hablaban bien padre de él. El vato era de Tampico, Mataulipas y llegó a pata hasta la casa de su tocayo inverso Gonzalo Rodríguez en la calle de Hamburgo. Verle era encontrarse con una maraña de pelo chino oculto tras unas gafas y una guitarra con armónica. Ese era Rodrigo González.
En los tiempos del Foro Tlalpan, era rarísimo que los rocanroleros hablaran tan bien de otros, por eso a ese había que conocerlo. Porque todos hablaban bien padre de él. El vato era de Tampico, Mataulipas y llegó a pata hasta la casa de su tocayo inverso Gonzalo Rodríguez en la calle de Hamburgo. Verle era encontrarse con una maraña de pelo chino oculto tras unas gafas y una guitarra con armónica. Ese era Rodrigo González.
La patraña decía que en 1975 dejó la Universidad Veracruzana para meterse a la sierra a empinarse una familia de honguitos alucinógenos. Entonces se le apareció el profeta del nopal que prometió mandarle mensajes cósmicos para escribir canciones. Llegado a los años finales del mito de la zona rosa, Redrogo González interpretaba sus canciones en el Wendys Pub de la glorieta de Insurgentes: “Asalto chido”, “Rock del Ete”, “Metro Balderas”. No se podía hablar con él más de 10 minutos. Hablaba de tantas cosas a la vez que nunca sabías que era en serio y que no.
Glorieta de Insurgentes |
Aunque decían que Javier Bátiz lo bautizó, la neta fue una chava que para no confundirse con otro, lo empezó a llamar Rockdrigo. Para entonces ya era conocido por que al fin alguien había logrado que el español sonara chido en el rocanrol. Es la década de El Cox, de Cecilia Toussaint, de El Tri, de Botellita de Jerez, de Jaime López. Es la década en que Jorge Pantoja remodela El Chopo y le pide a Rockdrigo escribir un manifiesto:
“No es que los rupestres se hayan escapado del antiguo Museo de Ciencias Naturales ni, mucho menos, del de Antropología; o que hayan llegado de los cerros escondidos en un camión lleno de gallinas y frijoles. Se trata solamente de un membrete que se cuelgan todos aquellos que no están muy guapos, ni tienen voz de tenor, ni componen como las grandes cimas de la sabiduría estética […] Han tenido que encuevarse en sus propias alcantarillas de concreto y, en muchas ocasiones, quedarse como el chinito ante la cultura: nomás milando. Los rupestres por lo general son sencillos, no la hacen mucho de tos con tanto chango y faramalla como acostumbran los no rupestres pero tienen tanto que proponer con sus guitarras de palo y sus voces acabadas de salir del ron; son poetas y locochones; rocanroleros y trovadores.”
Video: Rockdrigo interpretando Estación del Metro Balderas
La fiesta de “La Jornada”
termina y Rockdrigo vuelve a su apartamento de Bruselas #8 con su vieja
(o al menos la vieja en turno). La promesa era que en unos cuatro días
tomaría el primer camión de la mañana y saldría a ver a su familia hasta
Tampico…. Llegó a Tampico… pero no como esperaban. Aquella mañana del
19 de septiembre de 1985 en que se disponía a salir, Rockdrigo murió de
un pason de cemento.
Cuando tenga la suerte
De encontrarme a la muerte
Yo le voy a ofrecer
Todo el tiempo vivido
Y este vaso henchido
Por un distante instante
Un distante de olvido
Cuando tenga la suerte
De encontrarme a la muerte
Yo le voy a ofrecer
Todo el tiempo vivido
Y este vaso henchido
Por un distante instante
Un distante de olvido
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