Los pasos de Roma
“La historia de vida de un inmueble
señorial duranguense”
La gente entra, la gente sale; la
cantera y las vigas quedan como testigos mudos de sus habitantes. Es la casa de
Luciano Veyán Lapelouse, un comerciante de sedas que probó suerte con las
haciendas y logró convertirse en un rico terrateniente duranguense con
suficiente dinero para construirse en 1907 una mansión.
El hombre es viudo, por lo que ha
decidido vivir en el centro de la ciudad el resto de su vida. El arquitecto
francés Redingot no la vio, él solo hizo el diseño pues el contratista Tomás
García es quien llevó la casona a la vida. Entra y sale supervisando la obra. También
entran una multitud de antigüedades virreinales que Lapelouse resguarda en los
cuartos de atrás. Es su museo personal y su pasatiempo de coleccionista.
Los doctores entran a la casona el 2
de noviembre de 1911. Lapelouse sufre la enfermedad de Parkinson y ha perdido
el habla, ya no puede tragar bien y sus pensamientos acaban en demencia. Aquel
día sale de la casa el cadáver de Lapelouse con destino al Panteón de Oriente. Dentro
queda Carmen, la hija mayor que hereda la mansión.
El 1913 la familia sale a refugiarse
al consulado y luego huye de Durango. La ciudad queda destrozada por la
revolución, nadie sabe porqué los revolucionarios únicamente se robaron un
mosquete y dos bacinicas de la residencia dejando lo demás intacto. El edificio
se le renta al italiano José Isso quien
en memoria de su patria la convierte en el Hotel Roma.
Entran huéspedes como Pancho Villa.
Hace tiempo que dejó las armas, ahora solo vino a la ciudad a pagar los
impuestos de su hacienda. La gente lo mira en el balcón del edificio asomado a
la calle Bruno Martínez tomando el fresco. Cuando salga del hotel en 1922,
jamás volverá a la ciudad, en unos días lo van a matar.
Durante los 30 la población se
divierte en su restaurante luego de haber visto una obra en el teatro Ricardo
Castro o de caminar por la plaza. Salen por la noche cuando el hotel se cierra.
Solo se ve ocasionalmente el carro que lleva a los huéspedes que llegan en el
ferrocarril de la noche, de la estación al hotel. El único sonido es el
chirriar de las puertas del primer elevador de Durango, una novedad que los
curiosos amaban ver desde la ventana. Cada habitación tiene baño propio ¿Cuándo
se había visto en provincia tal novedad?
En 1948 sale al balcón Pedro Infante
porque las muchachas de una Academia le gritan desde la calle. De pronto desde
el balcón comienza a cantar y les regala paletas de hielo. Son los tiempos del
cine. Entran productores, camarógrafos, guionistas y directores extranjeros; se
hospedan unos días para conocer los sets de filmación y luego salen a filmar. Por
sus pasillos se ven a Pompin Iglesias o a Cantinflas, luego se van.
Durango se convierte en ciudad. Las
farmacias, las tienditas, los restaurantes, necesitan todas las novedades del
mundo moderno. Entran hombres con catálogos de radios, televisores,
electrodomésticos y todo tipo de artículos sensacionales que ofrecen de casa en
casa, son personal de ventas los huéspedes asiduos. El funcionalismo domina la
arquitectura interior del hotel justo a tiempo para recibir a los pilotos de la
Carrera Panamericana. Sus autos corren frente al hotel.
En los 60, el gerente del hotel
entra para descubrir que alguien robó todos los cuadros que decoraban los
pasillos. Las pinturas salieron sin que nadie supiera quién ni como. Entran
artistas que dan conciertos, salen huéspedes a turistear. Entran gobernadores, salen familiares de visita. La
gente entra, la gente sale; solo la cantera y las vigas quedan como testigos mudos
de aquella casona singular.
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