El ideal vivo
“¿Qué pasó con Natalia Sedova
después de Trotsky?”
Esa mañana habían
acordado llamar al peluquero, pero ambos lo olvidaron. Unas horas después Trotsky
se encontraba mal herido con un piolet atravesando el cráneo. Los minutos de
tensión son amargos; su esposa Natalia, impotente por no saber qué hacer,
simplemente lo mira desconsolado. Él la ve preocupada. Ambos sabían que era
cuestión de tiempo para que Stalin concretara su misión. Mientras la ambulancia
recorre las calles de la ciudad, una enfermera le corta el cabello alrededor de
la herida para acelerar el procedimiento. Trotsky intenta calmar a Natalia y
sonriendo le dice – También ha venido el peluquero.
Aquel 20 de
agosto de 1940 Natalia le dio un largo beso a Trotsky y luego, este falleció. “¡Que
nadie toque nada!” fueron las primeras palabras de Natalia después del atentado
que resonaron como eco entre los agentes, los guardaespaldas y todos los que
habitaban la fortaleza de Coyoacán. Todos los objetos quedan intactos desde
entonces. Los textos en el escritorio, los muebles de la época, los balazos del
primer atentado no se reparan y las puertas y ventanas tapiadas con ladrillos
no se abren. Natalia quiere que el mundo sepa en el futuro lo que es vivir a la
sombra del asecho de Stalin, incluso a miles de kilómetros de él. Solo el escritorio de Natalia aún tiene luz y
vida.
A diferencia de
quienes han perdido al precursor de la revolución, solo ella sabe de los
exilios, los pensamientos y las pasiones de su marido. Por eso tras recuperarse
de la perdida, su lucha tomó un impulso. Denuncia constantemente los atropellos
burócratas de la URSS, apoya las luchas obreras que surgen con el fin de la II
Guerra Mundial, publica escritos y comparte textos con los exiliados del mundo.
Natalia sabía que Trostky estaba empeñado en borrar la lucha bolchevique en su
favor, por eso era importante que la casa quedara intacta para que el mundo
pudiera recordar.
A 10 años del
asesinato, La IV Internacional, la gran organización mundial de partidos
comunistas que seguían las ideas de Trotsky, se encontraba manejada por manos
inexpertas. Apoyaban revoluciones comunistas que en realidad se sometían al
régimen burócrata de Stalin en vez de ver por el pueblo. Por eso el 9 de mayo
de 1951 desde su escritorio en la fortaleza, Natalia redacta un texto que
cimbra al movimiento:
“Me veo
obligada a dar un paso para mí grave y difícil, que no puedo más que lamentar
sinceramente. Pero no hay otro camino. Tras muchas reflexiones y dudas sobre un
problema que me ha afligido profundamente, he decidido que debo deciros que no
veo otra vía que la de afirmar que nuestros desacuerdos no me permiten ya
permanecer por más tiempo en vuestras filas.” Como una avalancha, la década siguiente diversos grupos romperán filas
con la IV Internacional, que solo podrá subsanarse hasta el inicio de los
movimientos sociales de los 60.
Natalia era una
mujer de dos mundos. La que levantaba la voz en contra del régimen de Tito y
que descalificaba a Mao Tse Tung en los periódicos parisinos. La de la pluma
firme y los ideales fijos. Pero también era la silenciosa, la nostálgica que
caminaba con la mirada fija por la fortaleza cubierta por un chal gris.
Cuentan que cada
año en el aniversario de muerte frente a la estela que Juan O’Gorman le ofreció
construir en medio del jardín, Natalia decoraba la tumba con flores y se
quedaba en casa todo el día. En 1957 Natalia comenzó a viajar volviendo a
México únicamente a cuidar cada aniversario, las rosas que Trotsky había dejado
en el huerto.
Un día no pudo
volver más. Un cáncer que la consumía por dentro la obligó a quedar atrapada en
París. Allá murió lejos de su marido un 23 de enero de 1962. Sus cenizas
tardarían en llegar a descansar al lado de las de Trotsky y al lado del
testimonio vivo que dejó en Coyoacán. La casa asediada por Stalin, pero cuyas
firmes voces de verdadera lucha obrera nunca pudo silenciar.
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