La prueba que falta
“El primer juicio en el mundo en
conocer el derecho moderno”
Son las 10 de la noche del 8 de
agosto de 1835 en Durango. Nepomucena Alcalde, de apenas 19 años, corre atada
por los pasillos de su casa en la calle del Pendiente (hoy Patoni) hasta la
cocina. Tres sirvientas dormidas dentro escuchan como patea la puerta y grita
¡Auxilio! ¡Hirieron a mi marido! La sirvienta Josefa le ofreció desatarla, pero
Nepomucena exigió correr así hasta el cuartel.
Las calles enlodadas por la lluvia
son testigos del policía que acompaña a las mujeres desde el cuartel hasta el
lugar del crimen. Al centro de la recámara, Silvestre Hernández con la cabeza
medio cercenada y un charco de sangre que le brota del vientre, ha fallecido.
Nepomucena asegura que dos hombres la amenazaron y que al intentar un robo
hirieron a su marido, pero puertas y ventanas están cerradas por dentro y no
hay una sola huella de lodo en la casa. Solo aparecen debajo de la cama una
almohada, una túnica y unos zapatos blancos. Nadie reconoce los zapatos, son al
parecer de un antiguo sirviente de la residencia…
La familia era una joyita. Silvestre
gastaba al por mayor el dinero de la dote de Nepomucena, sin mencionar que ella
y su suegra peleaban a diario. Nepomucena logró legalmente sacar a la suegra de
la casa, pero no recuperar el dinero de la dote. Por si fuera poco, la pareja
era conocida por maltratar a la servidumbre constantemente. Razón por la cual
Silvestre, siempre embriagado, tenía disgustos con la mala conducta y mal genio
del joven sirviente Juan Hernández a quien corrió ese verano. Él era el dueño
de los zapatos.
Cuando se le preguntó a Juan
Hernández que había pasado, este dijo que esa misma mañana lo había increpado
en la calle estando completamente ebrio, razón por la cual se metió a
escondidas a la casa, se ocultó bajo la cama y cuando vio dormida a la pareja, asesinó
a Silvestre. Aunque Juan había confesado, una pregunta aturdió a la sociedad
¿Por qué Nepomucena contradijo todo al declarar la primera vez?
La complicada vida matrimonial de la
pareja comenzó a levantar sospechas; por eso hasta el 21 de agosto ambos
permanecieron presos, ella estando embarazada de Silvestre y él recibiendo
visitas y cartas constantes de la suegra. Entonces llegó una segunda
declaración. Silvestre dijo que Nepomucena le había ofrecido 500 pesos a cambio
de asesinar a su marido. Que lo dejó entrar sin que nadie la viera y que se
escondió debajo de la cama hasta que Nepomucena lo despertó y concluyó su
tarea. Toda la opinión pública se volcó contra Nepomucena y el 23 de septiembre
ambos fueron condenados a pena de muerte por el asesinato.
- Yo no diré que los hechos hasta
aquí referidos prueban indubitablemente la inocencia de la acusada – decía el
abogado José Fernando Ramírez recién contratado por la familia de Nepomucena para apelar la
sentencia – más tampoco podrá nadie afirmar que resulta probado el delito de mi
cliente.
En un caso que cobrará fama nacional
por la apelación, México conocerá por vez primera el derecho moderno en un
tiempo primitivo donde los juicios se hacían a partir de la calidad moral de
los testigos. El abogado José F. Ramírez, adelantado totalmente a su tiempo por
más de un siglo, en vez de enfocarse en los testimonios apeló a la falta de
pruebas concretas, a las sospechosas visitas de la suegra con Juan en la
prisión y al deshonor del juez por sentenciar un juicio a partir de los
prejuicios sociales en un Durango donde todos exigían colgar a Nepomucena. ¡Las declaraciones no bastaban si no había pruebas contundentes!
Tal escándalo de dudas razonables,
alargó el juicio hasta el 20 de junio de 1837 en que José Ramírez puso punto
final al pedir la absolución a los magistrados por falta de pruebas. Más allá
del sospechoso segundo testimonio de Juan, seguramente influido por una suegra
resentida, nadie podía asegurar que Nepomucena hubiera tramado todo.
La historia tiene un final tan
difuso como el crimen. El 11 de agosto de 1840, 5 años después, Nepomucena -
estatura regular, más bien chica, gordita, blanca y de buen color, pelo entre
castaño y negro, la nariz aguileña y corta – es llevada a la Alcaldía General
para escuchar el veredicto final. Juan es condenado a morir en la horca y
Nepomucena (en el más profundo silencio de una corte que no quiere hacer pública
la sentencia, porque un abogado les ha hecho ver su suerte) a solo 10 años de
prisión.
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